Muerte en Atenas

El suicidio de un jubilado anuncia otro capítulo de la tragedia griega. El costado más terrible de una crisis eterna. Y la vergüenza del FMI: exigir más ajuste donde ya no hay nada más que ajustar. Estadísticas vacías y vidas perdidas. Por Dante Caputo
El acontecimiento central al que alude esta nota sucedió en la plaza Syntagma (“De la Constitución”), frente a la que se encuentra el Parlamento griego. En ese lugar, en el monumento al soldado desconocido está escrito el discurso fúnebre de Pericles (siglo V a.C.) a las víctimas de la guerra contra Esparta: “Puesto que la administración se ejerce a favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia”. Allí yació el cuerpo de Dimitris Christoulas. Con frecuencia, los grandes hechos son inasibles. Decir que en la Segunda Guerra Mundial murieron 65 millones de personas nos golpea, pero es difícil que emocionalmente podamos sentir la dimensión del drama. 65 millones no se siente, se entiende. Quizás éste es un sistema de protección ¿quién podría sentir y luego sobrevivir a un drama de esa magnitud? Sin embargo, la protección tiene costos. Como se trata de la razón y no de los afectos, podemos casi acostumbrarnos a lo siniestro. En realidad, ese acostumbramiento nos desprotege, nos baja las defensas, nos habituamos al horror y, aunque no lo admitamos, convivimos con él. Para sentir un drama, la escala precisa ser limitadamente humana. Se sufre más por la suerte de un hombre cuya historia es reconocible que por la de millones que se disuelven en la niebla de los horrores anónimos. La política es una cuestión humana, y si bien el análisis, la teoría, ayuda a comprenderla, nunca debería desplazar la posibilidad de que los humanos sintamos la política, sus errores, sus consecuencias, sus devastaciones, porque, creo, actuamos más por pasiones que por silogismos. De hecho, nunca vi llorar a nadie ante la exposición de un silogismo. El actual drama griego o la política del Fondo Monetario Internacional difícilmente pueden ser aprehendidos por la vía de la emoción. Pertenecen, habitualmente, a la esfera de la razón. Sin embargo, en estas semanas abandonaron ese universo, dejaron de ser radiografías para mostrarse como fotos del drama del poder. Grecia devino un griego, una vida, una decisión, una muerte. El FMI permitió que lo entendiéramos todos; los que saben de economía y los que no. A los 77 años, Dimitris Christoulas se suicidó. Murió frente al edificio del Parlamento de Grecia. El país que gobierna el primer ministro Nicolás Papademos, el hombre que maquilló las cuentas de Grecia para engañar a la Unión Europea y que, por los atajos del destino, vino a ocupar la conducción del país que él ayudó a hundir. Papademos, a quien nadie eligió y pocos seleccionaron, vino para aplicar con todo rigor el plan de ajuste que, justificaban, debería evitar el derrumbe de la economía, la insolvencia para pagar la deuda y el desastre consiguiente para sus acreedores, la mayor parte integrada por bancos franceses. Christoulas, farmacéutico jubilado, se quitó la vida diciendo en la carta que dejó en su bolsillo que no quería ser un peso para sus hijos después de que su jubilación, aplicadas las medidas de austeridad, no le sirviera ni siquiera para el alimento. “No encuentro otra solución que un fin digno antes de tener que revolver en la basura en busca de comida”, dejó escrito Christoulas. Con el plan de ajuste, puede que los bancos logren sobrevivir, pero mucha gente no. Los suicidios aumentaron y la desesperanza ahoga a los habitantes del país que fundó la democracia. Christoulas dijo en su grito último: “Creo que los jóvenes sin futuro tomarán algún día las armas y colgarán boca abajo a los traidores de este país en la plaza Syntagma, como los italianos hicieron con Mussolini en 1945”. El gobierno de Papademos lamentó el incidente. Grecia abandonó a Chistoulas, le quitó la razón de vivir. Hace pocos días la señora Christine Lagarde, directora gerenta del Fondo Monetario Internacional, dijo que su organización consideraba necesario que los países recortaran las prestaciones y aumentaran la edad de jubilación ante “el riesgo de que la gente viva más de lo esperado”. Para el FMI, para su directora, la prolongación de la vida es un riesgo para la salud de las finanzas. Después de todo, ella cree en un intercambio de saludes, la humana por la financiera. Lector, aquí no se trata de opinar sobre recetas económicas, sobre las condicionalidades a las que obliga el FMI, sobre las limitaciones que en nombre de los intereses que representa impone a los mal llamados estados soberanos. No hay nada difícil que entender, no hay debate ideológico ni técnico. Sólo puede existir el espanto frente a la verdad revelada y el estremecimiento ante el hecho de que quien puede decir algo semejante tenga alguna responsabilidad sobre la vida y los bienes de miles de millones de personas. Hemos llegado al punto en el que no es necesario mentir. Me gustaría conocer, supongo que a usted también, para qué y para quién la vida es un riesgo. ¿Qué interés defiende esa organización que resulta superior a la vida misma? Pensando así sobre lo esencial, todo lo que diga e imponga esa organización será coherente. Si entiendo bien, la vida es una variable de ajuste de las cuestiones financieras. La señora Lagarde tiene su historia política. Fue la presidenta de la organización que reúne a las mayores empresas francesas y ministra de Finanzas del actual presidente de Francia, Nicolas Sarkozy. Es lo que llamamos una historia coherente. Lector, me permito un pedido: cada vez que oiga hablar de la señora Lagarde, piense en Dimitris Christoulas, parado frente a la Asamblea de Atenas, levantando con furia y miedo su arma a la sien. Piense en el disparo. En la vida que dejó de ser un peligro para Christine Lagarde. Fuente:perfil

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