Democracia representativa o democracia participativa?
Tenemos la costumbre de considerar que democracia y representación son,
en cierta forma, sinónimos. No obstante, la historia de las ideas
demuestra que no es así.
Alain de Benoist de Gentissard (Saint-Symphorien, 11 de diciembre de 1943), es un académico francés, líder e ideólogo principal del think-thank de la Nouvelle Droite y del Groupement de recherche et d'études pour la civilisation européenne. Edita desde 1968 el periódico Nouvelle Ecole y desde 1988, Krisis. En 1978 recibió el Gran Premio de Ensayo de la Academia Francesa.
Alain de Benoist de Gentissard (Saint-Symphorien, 11 de diciembre de 1943), es un académico francés, líder e ideólogo principal del think-thank de la Nouvelle Droite y del Groupement de recherche et d'études pour la civilisation européenne. Edita desde 1968 el periódico Nouvelle Ecole y desde 1988, Krisis. En 1978 recibió el Gran Premio de Ensayo de la Academia Francesa.
La
democracia representativa, de esencia liberal y burguesa, y en la cual
los representantes electos están autorizados a transformar la voluntad
popular en actos de gobierno, constituye en la hora actual el régimen
político más comúnmente extendido en los países occidentales. Una de las
consecuencias de esto es que tenemos la costumbre de considerar que
democracia y representación son, en cierta forma, sinónimos. No
obstante, la historia de las ideas demuestra que no es así.
Los grandes teóricos de la
representación son Hobbes y Locke. Tanto en uno como en otro, en efecto,
el pueblo delega contractualmente su soberanía a los gobernantes. En
Hobbes dicha delegación es total; sin embargo, no se convierte en una
democracia: su resultado sirve, al contrario, para investir al monarca
de un poder absoluto (el «Leviatán»). En Locke, la delegación está
condicionada: el pueblo no acepta deshacerse de su soberanía más que a
cambio de garantías que tienen que ver con los derechos fundamentales y
con las libertades individuales. La soberanía popular permanece
suspendida en tanto que los gobernantes respetan los términos del
contrato.
Rousseau, por su parte, establece la
exigencia democrática como antagónica a cualquier régimen
representativo. Para él, el pueblo no hace un contrato con el soberano;
sus relaciones dependen exclusivamente de la ley. El príncipe sólo es el
ejecutante de la voluntad del pueblo, que se mantiene como el único
titular del poder legislativo. Tampoco está investido del poder que
pertenece a la voluntad general; es más bien el pueblo quien gobierna a
través de él. El razonamiento de Rousseau es muy simple: si el pueblo
está representado, son sus representantes quienes detentan el poder, en
cuyo caso ya no es soberano. El pueblo soberano es un «ser colectivo»
que no podría estar representado más que por él mismo. Renunciar a su
soberanía sería tanto como renunciar a su libertad, es decir, a
destruirse a sí mismo. Tan pronto como el pueblo elige a sus
representantes, «se vuelve esclavo, no es nada» (Del contrato social,
III, 15). La libertad, como derecho inalienable, implica la plenitud de
un ejercicio sin el cual no podría tener una verdadera ciudadanía
política. La soberanía popular no puede ser, bajo estas condiciones, más
que indivisible e inalienable. Cualquier representación equivale, pues,
a una abdicación.
Si admitimos que la democracia es el régimen fundado en la soberanía del pueblo, no se puede más que dar la razón a Rousseau.
La democracia es la forma de
gobierno que responde al principio de identidad entre los gobernantes y
los gobernados, es decir, de la voluntad popular y la ley. Dicha
identidad remite a la igualdad sustancial de los ciudadanos, o sea, al
hecho de que todos son miembros por igual de una misma unidad política.
Decir que el pueblo es soberano, no por esencia sino por vocación,
significa que es del pueblo de donde proceden el poder público y las
leyes. Los gobernantes no pueden ser más que agentes ejecutores, que
deben ceñirse a los fines determinados por la voluntad general. El papel
de los representantes debe estar reducido al máximo; el mandato
representativo pierde cualquier legitimidad desde el momento en que sus
fines y proyectos no corresponden a la voluntad general.
Sin embargo, lo que sucede hoy es
exactamente lo contrario. En las democracias liberales, la supremacía
está concedida a la representación, y más específicamente a la
representación-encarnación. El representante, lejos de estar solamente
«comprometido» a expresar la voluntad de sus electores, encarna él mismo
dicha voluntad de hacer aquello para lo que fue elegido. Esto quiere
decir que encuentra en su elección la justificación que le permite
actuar, no tanto según la voluntad de quienes lo eligieron sino según la
suya propia. En otras palabras, se considera autorizado por el voto a
hacer lo que considere bueno.
Este sistema está en el origen de
las críticas que no han dejado, en el pasado, de estar dirigidas contra
el parlamentarismo, críticas que hoy reaparecen a través de los debates
sobre el «déficit democrático» y la «crisis de la representación».
En el sistema representativo —al
haber delegado el elector mediante el sufragio su voluntad política a
quien lo representa— el centro de gravedad del poder reside
inevitablemente en los representantes y en los partidos que los agrupan,
y ya no en el pueblo. La clase política forma más bien una oligarquía
de profesionales que defienden sus propios intereses, dentro de un clima
general de confusión e irresponsabilidad. Añadamos que hoy día, en una
época en que quienes poseen poder de decisión tienen en mayor grado los
poderes de nominación y de cooptación que el propio electorado, terminan
conformando una oligarquía de «expertos», de altos funcionarios y de
técnicos.
El Estado de derecho, cuyas virtudes
celebran regularmente los teóricos liberales —a pesar de todas las
ambigüedades que implica esta expresión— no parece que, por su propia
naturaleza pueda corregir dicha situación. Al descansar sobre un
conjunto de procedimientos y reglas jurídicas formales, en realidad es
indiferente ante los fines específicos de la política. Los valores están
excluidos de sus preocupaciones, dejando así el campo libre para el
enfrentamiento de intereses. Las leyes solo tienen la autoridad de hacer
lo que sea legal, es decir aquello que sea conforme a la Constitución y
a los procedimientos previstos para su adopción. La legitimidad se
reduce entonces a la legalidad. Esta concepción positivista-legalista de
la legitimidad invita a respetar a las instituciones por ellas mismas,
como si constituyeran un fin en sí, sin que la voluntad popular pueda
modificarlas y controlar su funcionamiento.
Sin embargo, en democracia la
legitimidad del poder no depende solamente de la conformidad con la ley,
ni tampoco de la conformidad con la Constitución, sino sobre todo de la
congruencia de la práctica gubernamental con los fines asignados por la
voluntad general. La justicia y la validez de las leyes no pueden
residir por entero en la actividad del Estado o en la producción
legislativa del partido en el poder. La legitimidad del derecho no
puede, tampoco, ser garantizada por la mera existencia de un control
jurisdiccional: hace falta, para que el derecho sea legítimo, que
responda a lo que los ciudadanos esperan, a que integre las finalidades
orientadas hacia el servicio del bien común. Finalmente, no podemos
hablar de legitimidad de la Constitución más que cuando la autoridad del
poder constituido es reconocida siempre como capaz de modificar su
forma y su contenido. Lo que viene a decirnos que el poder constituido
no puede ser delegado totalmente o alienado, y que continua existiendo y
se mantiene superior a la Constitución y a las reglas constitucionales,
incluso cuando éstas mismas proceden de él.
Es evidente que no se podrá escapar
totalmente jamás a la representación, pues la idea de la mayoría
gobernante enfrenta, en las sociedades modernas, dificultades
infranqueables. La representación, que no es lo peor, no agota sin
embargo el principio democrático. En gran medida puede ser corregida por
la puesta en marcha de la democracia participativa, llamada también
democracia orgánica o democracia encarnada. Una reorientación tal parece
hoy día de una acuciante necesidad debido a la evolución general de la
sociedad.
La crisis de las estructuras
institucionales y la desaparición de los «grandes relatos»
fundacionales, el creciente desapego del electorado por los partidos
políticos de corte clásico, la renovación de la vida asociativa, la
emergencia de nuevos movimientos sociales o políticos (ecologistas,
regionalistas, identitarios) cuya característica común es no defender
los intereses negociables sino los valores existenciales, dejan entrever
la posibilidad de recrear una ciudadanía activa desde la base.
La crisis del Estado-nación, debida
en particular a la mundialización de la vida económica y a la aparición
de fenómenos de envergadura planetaria, suscita por su parte dos modos
de superación: hacia lo alto, con diversas tentativas que buscan recrear
a nivel supranacional una coherencia y una eficacia en la decisión que
permitan, en parte al menos, conducir el proceso mismo de
mundialización; hacia lo bajo, recuperando la importancia de las
pequeñas unidades políticas y las autonomías locales. Ambas tendencias,
que no solamente no se oponen sino que se complementan, aportan
soluciones al déficit democrático que se constata actualmente.
Pero el paisaje político sufre
todavía otras transformaciones. Hacia la derecha, observamos una ruptura
con el antiguo «bloque hegemónico», como resultado de que el
capitalismo ya no tiene una alianza con las clases medias. Al mismo
tiempo, mientras que los estratos medios se encuentran desorientados y
frecuentemente amenazados, los estratos populares están cada vez más
decepcionados debido a las prácticas gubernamentales de una izquierda
que, después de haber renegado prácticamente de todos sus principios,
tiende a identificarse más y más con los intereses del estrato superior
de la burguesía media. En otras palabras, las clases medias ya no se
sienten representadas por los partidos de derecha, mientras que las
clases populares se sienten abandonadas y traicionadas por los partidos
de izquierda.
A esto se añade, finalmente, la
desaparición de las antiguas coordenadas, el derrumbe de los modelos, la
disgregación de las grandes ideologías de la modernidad, la
omnipotencia de un sistema de mercado que -eventualmente- aporta los
medios para subsistir pero no las razones para vivir; todo ello hace
resurgir la cuestión crucial del sentido de la presencia humana en el
mundo, del sentido de la existencia individual y colectiva, en un
momento en que la economía produce cada vez más bienes y servicios con
cada vez menos trabajo de los hombres, lo que tiene como efecto
multiplicar las exclusiones en un contexto ya fuertemente marcado por el
paro, la precariedad del empleo, el miedo al futuro, la inseguridad,
las reacciones agresivas y las crispaciones de todo tipo.
Todos estos factores llaman a
rehacer profundamente las prácticas democráticas que únicamente pueden
operarse en dirección de una verdadera democracia participativa. En una
sociedad que tiende a volverse cada vez más «ilegible», esto tiene como
principal ventaja eliminar o corregir las distorsiones debidas a la
representación, asegurar una mayor conformidad con la ley y con la
voluntad general, y ser fundadora de una legitimidad sin la cual la
legalidad institucional no es más que un simulacro.
No es al nivel de las grandes
instituciones colectivas (partidos, sindicatos, iglesias, ejército,
escuelas, etcétera) —que hoy se encuentran todas en mayor o menor medida
en crisis y que no pueden desempeñar entonces su papel tradicional de
integración y de intermediación social— como será posible recrear dicha
ciudadanía activa. El control del poder no puede ser tampoco patrimonio
exclusivo de los partidos políticos, cuya actividad frecuentemente se
resuelve en el clientelismo. La democracia participativa no puede ser
hoy día más que una democracia de base.
Dicha democracia de base no tiene
por finalidad generalizar la discusión a todos los niveles, sino
determinar más bien, con el concurso del mayor número, los nuevos
procedimientos de decisión conformes con sus propias exigencias, las que
derivan de las aspiraciones de los ciudadanos. Tampoco se podría volver
en una simple oposición entre la «sociedad civil» y la esfera pública,
lo que extendería aún más el dominio de lo privado y abandonaría la
iniciativa política en formas obsoletas de poder. Se trata, al
contrario, de permitir a los individuos que se pongan a prueba en tanto
que ciudadanos y no como meros miembros de la esfera privada,
favoreciendo la posible eclosión y multiplicación de nuevos espacios de
iniciativa y responsabilidad públicas.
El procedimiento refrendario (que
resulta de la decisión de los gobiernos o de la iniciativa popular, bien
sea el referéndum facultativo u obligatorio) sólo es una forma de
democracia -entre otras posibles- cuyo alcance quizás se ha
sobreestimado. Señalemos de una vez que el principio político de la
democracia no es que la mayoría decida, sino que el pueblo es soberano.
El voto no es por sí mismo más que un medio técnico para consultar y
revelar la opinión. Esto significa que la democracia es un principio
político que no podría confundirse con los medios que utiliza, y que
tampoco puede ser producto de una idea puramente aritmética o
cuantitativa. La cualidad de ciudadano no se agota en el voto. Consiste
más bien en poner en práctica todos los métodos que le permitan
manifestar o rechazar el consentimiento, expresar su rechazo o su
aprobación. Conviene, pues, explorar sistemáticamente todas las formas
posibles de participación activa de la vida pública, que sean también
formas de responsabilidad y de autonomía en sí, ya que la vida pública
condiciona la existencia cotidiana de todos.
Pero la democracia participativa no
tiene solamente un alcance político; tiene también uno social. Al
favorecer las relaciones de reciprocidad, al permitir la recreación de
un lazo social, puede reconstituir las solidaridades orgánicas
debilitadas hoy día, rehacer un tejido social disgregado por el
advenimiento del individualismo y la salida de un sistema basado
meramente en la competencia y el interés. En tanto que es productora de
la “sociabilidad” elemental, la democracia participativa va a la par del
renacimiento de las comunidades vivas, de la recreación de las
solidaridades de vecindad, de barrio, de los lugares de trabajo,
etcétera.
Esta concepción participativa de la
democracia se opone palmariamente a la legitimación liberal de la apatía
política, que indirectamente alienta la abstención y acaba por ser un
reino de gestores de expertos y de técnicos. La democracia, a final de
cuentas, descansa menos sobre la forma de gobierno propiamente dicha que
sobre la auténtica participación del pueblo en la vida pública, de tal
suerte que el máximo de democracia se confunda con el máximo de
participación. Participar es tomar parte, es probarse a sí mismo como
parte de un conjunto o de un todo, y asumir el papel activo que resulta
de dicha pertenencia. «La participación —decía René Capitant— es el acto
individual del ciudadano que lo efectúa como miembro de la colectividad
popular». Vemos a través de esto cómo las nociones de pertenencia,
ciudadanía y democracia se encuentran ligadas. La participación sanciona
la ciudadanía que resulta de la pertenencia. La pertenencia justifica
la ciudadanía que permite la participación.
Conocemos la divisa republicana
francesa: «Libertad, igualdad, fraternidad». Si las democracias
liberales han explotado la palabra «libertad», si los antiguos
demócratas populares se han emparentado con la «igualdad», la democracia
orgánica o participativa, fundada en la ciudadanía activa y en la
soberanía del pueblo, bien podría ser el mejor medio para responder al
imperativo de fraternidad.
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